Dicen que los recuerdos verdaderos no viven en los libros: se guardan en la voz de quienes los cuentan. Así me llegó esta historia, sentados en la vereda de Boedo, cuando mi abuelo cruzados de piernas, mate en mano evocaba la mañana en que un barco cargado de sueños partió desde el puerto de Buenos Aires.
Era 29 de noviembre de 1946; el vapor Monte Udala se alejaba lentamente y su sirena se
mezclaba con los gritos de los obreros portuarios. Entre la multitud, un puñado de chicos agitaba pañuelos blancos como gorriones al viento. Nadie sospechaba que aquellas valijas cargadas de camisetas azulgranas iban a cambiar la historia del fútbol europeo ni que, a la distancia, un niño llamado Jorge Bergoglio ya palpitaba cada gambeta en el Viejo Gasómetro.
Hablar de aquel San Lorenzo es pronunciar una melodía. La prensa lo bautizó “La Orquesta de Seda” porque cada pase sonaba afinado. Mirko Blazina volaba bajo el arco
con su gorra; Vanzini y Basso eran un muro con salida limpia; por delante, Ángel Zubieta —mediocentro vasco, exiliado por la guerra— robaba la pelota sin despeinarse y distribuía con la precisión de un relojero. Grecco y Colombo completaban el triángulo.
Y arriba brillaba el Terceto de Oro: Armando Farro, René Pontoni y Rinaldo Martino, 108 goles en la temporada. Farro dirigía, Pontoni inventaba tacones imposibles, Martino remataba con una zurda que dejaba olor a pólvora. Jugaron treinta partidos oficiales y marcaron más de tres goles de promedio: la mitad del país iba al estadio sólo para verlos bailar con botines.
Al campeón argentino de 1946 le llegó una invitación casi increíble: una gira de diez partidos por España y Portugal. Europa salía maltrecha de la Segunda Guerra; las tribunas habían visto más uniformes que camisetas, y el hambre de belleza era palpable. Enrique Pinto, presidente azulgrana, aceptó sin dudar; Juan Perón—entonces secretario de Trabajo— facilitó los visados; Boedo entero organizó rifas y bailes para costear el flete de la utilería. Mi abuelo aún recordaba la despedida: murga, banderines rojos y azules, y la promesa escrita en una pancarta: “Tráiganse la gloria”.
Durante veinte días, el Udala cruzó el Atlántico. En cubierta, los jugadores improvisaban líneas de cal con sogas; Zubieta enseñaba euskera a los marineros; Pontoni tocaba guitarra criolla al atardecer. Ricardo Lorenzo —enviado de El Gráfico— despachaba cables desde el barco: “Estos muchachos se entrenan, cantan tangos y sueñan jugadas que aún no se vieron en Europa”.
El 23 de diciembre, el Metropolitano madrileño explotó. Más de 45.000 espectadores querían ver “los bailecitos del Plata”. A los siete minutos, Zubieta recuperó, Grecco abrió a la izquierda, Farro metió pase al hueco: Pontoni amague, tiro rasante y gol. El Atlético Aviación se desordenó; antes del descanso ya iban 0-3. Acabó 4-1. Marca tituló: “Un ciclón sopla desde la Pampa”. La prensa resaltó algo inédito: un equipo capaz de
hilvanar 22 toques sin que el rival rozara la pelota. El diario Ya elogió “la exquisitez de los argentinos, que combinan con una seriedad desconocida en nuestros campos”.
Navidad a la española: Chamartín, césped nevado, 60 000 almas con gorros de lana. El Real Madrid se preparó con botines de tapones largos y presionó arriba; el barro favoreció a los locales: 4-1. Pero incluso esa derrota dejó destellos. Al minuto 65, Farro amagó dos veces, cedió a Pontoni, taco sutil, Imbelloni devolvió de primera y Martino ensayó media tijera que Bañón voló a desviar. Se aplaudió como gol. ABC escribió: “Perdieron, pero han enseñado que el pase corto también hiere”.
Cuatro días más tarde, San Mamés vivió la función que selló la leyenda. Para Zubieta, vasco exiliado, volver a la Catedral era una mezcla de nostalgia y reivindicación. Recibió un ramo de flores y el público cantó Agur Jaunak. Pero el respeto no frenó al Ciclón: minuto cinco, córner corto, Pontoni de caño al defensa, Martino empuja; minuto nueve, tiro libre bombeado, Farro de volea; minuto doce, pase filtrado, Pontoni chuta cruzado: 3-0. La cuenta terminó 8-1, récord que aún duele en Bilbao. El diario El Correo confesó:
“Nos vapulearon con arte; el balón parecía un violín en sus pies”. Esa goleada aterrizó en los cafés de toda España como un maremoto: la idea de que el fútbol podía ser coreografía.
Año nuevo en Valencia. Mestalla recibió 45 000 hinchas y un curioso visitante: Jacinto Quincoces, futuro seleccionador, cuaderno en mano. San Lorenzo dominó, pero el arquero Valero estuvo monumental; 1-1 final. El técnico local se quedó con una frase:
“Ellos plantan un mediocentro que anticipa y distribuye: eso rompe el juego directo”.
A los pocos meses, el Valencia ensayaría esa táctica.
El 5 de enero, Sevilla vibró con el 5-5 más alocado de la década. El Pizjuán era fiesta de Reyes: 40 000 andaluces y una banda de guitarras aguardaban. San Lorenzo se puso 3-0, Sevilla recortó, Martino clavó dos más; 5-2 a los 60’. Entonces emergió el clima: viento de Levante y balones altos. Sevilla jugó a centros, igualó sobre la hora. El público no se fue: pidió “otra”. El Correo de Andalucía resumió: “Fútbol carnaval: diez goles y un violín”.
En Balaídos, llovizna gruesa. Celta 2, Ciclón 4. Zubieta dio dos asistencias; la prensa gallega habló del “pase al pie en lugar de al espacio”. En Santiago, ante un combinado
regional reforzado con arqueros de Lugo y Pontevedra, fue 6-1. Ese día, Pontoni tropezó con un zaguero, cayó de espaldas y, desde el suelo, dio un taco que dejó solo a Imbelloni; la jugada circuló en noticieros de todo el país.
Portugal recibió el tour con expectativa. Lisboa, 50 000 en la Luz. Benfica 1, San Lorenzo 2: Pontoni de penal y Martino de zurda. A Bola exclamó: “Foi dança argentina!”. En Oporto, 0-0 bajo aguacero: último esfuerzo en un césped inundado donde Blazina voló de poste a poste. El balance final: seis triunfos, dos empates, dos derrotas; 37 goles a favor, 20 en contra. Pero más allá del tanteador, el impacto táctico fue terremoto. Quincoces incorporó el 3-2-2-3 en la selección; Helenio Herrera confesó años después que aprendió el pressing mirando a Zubieta adelantarse; y la prensa francesa acuñó “tiqui-tiqui” para describir los toques cortos que hipnotizaban rivales.
Con la travesía de regreso, las cartas cruzaron el océano antes que el barco: periódicos españoles enviaron recortes a Buenos Aires; peñas vascas en la Argentina recortaban crónicas y las colgaban en los cafés de Avenida de Mayo.
El Ballet siguió brillando hasta 1949. Martino emigró a la Juventus, Pontoni se rompió los ligamentos ante Rosario Central, Farro se retiró. Zubieta resistió hasta 1952: jugó 352 partidos y sólo vio una tarjeta roja. Blazina defendió el arco hasta los 40 años; al jubilarse, regaló su gorra a un pibe de la cuarta.
Pero la semilla ya estaba en la tierra: España jamás volvió a ser la misma. Los entrenadores españoles adoptaron la noción de “salir jugando”; los potreros de Chamartín copiaron la pared corta…
Mientras tanto, en Flores, el niño Bergoglio recortó la formación azulgrana y la pegó en
su cuaderno de geografía. Setenta años más tarde, ya Papa Francisco, recibió al plantel campeón de América 2014 y desafió a TyC Sports a recitar la alineación: “Blazina;
Vanzini, Basso; Zubieta, Grecco, Colombo; Imbelloni, Farro, Pontoni, Martino, Silva”. No falló un nombre. Y añadió: “Pontoni arrastraba al Ciclón como un remolino; ese 8-1 me enseñó que un gol puede ser oración”. Testimonios documentados: TyC Sports (2015), libro La vida: mi historia (2024), Clarín (2023). Pruebas de un amor que no necesitó cámaras en aquel viaje: bastó acudir cada domingo al Gasómetro y escuchar silbidos de tablón.
No hay cuento sin moraleja, repetía el abuelo. Él cerraba así: “Los tablones se caen, los
goles se olvidan, pero la emoción de ver a tu equipo dar cátedra en tierras extrañas se
transmite como un secreto feliz”. Y me guiñaba un ojo: “El fútbol es memoria compartida”. Cuando las luces del futuro estadio se enciendan sobre Avenida La Plata,
quizá un chico agite un pañuelo en la tribuna; tal vez no sepa que un día, hace casi un
siglo, otros chicos hicieron lo mismo para despedir a una delegación que partía a conquistar Europa. Pero sentirá idéntico cosquilleo: la certeza de que el fútbol —jugado
con coraje, alegría y arte— puede cruzar océanos, curar heridas y transformar el relato
de un abuelo en herencia viva.
Porque las leyendas nunca se jubilan. Se deslizan de boca en boca, de gol a gol, de
abuelo a nieto, y siguen girando —como la pelota— hasta el fin de los tiempos.
(Por F.Q.)
NOTA: A mi abuelo Ramón Rubén Quiroga, a quien se le iluminaban los ojos al invocar aquellas gloriosas tardes en el Gasómetro de Avenida la Plata.
Ojalá disfruten estos relatos tanto como yo los disfruté en mi infancia…