Llegué a Buenos Aires al mediodía, una semana antes del partido, volando desde Nueva York. No tenía entrada, pero seguí una corazonada. En Buenos Aires ocurrió el milagro: Sergio, un buen amigo, hizo lo impensado.
Ese día no solo fui a la cancha con mi primo Pablo: también estuvieron, aunque a 14.000 kilómetros de distancia mirando desde sus casas, mi viejo Carlitos y mi tío Darío. Pero esa noche estaban a mi lado como cuando me llevaban a la cancha de chico.
También estaban presentes, como toda la vida, mi tío Tolo —el papá de Pablo— y mi abuelo Ramón. Ellos ya no estaban en este plano, pero caminaban conmigo. Esa sensación envolvía la cancha: mirabas a los costados y todos hablaban al cielo. Éramos más que 50 mil espectadores en una cancha que rebalsaba de su gente.
Para llegar a esa noche, hubo un camino largo, lleno de dolores y aprendizajes. Los más memoriosos recordaban aquella semifinal perdida contra Peñarol, que en semifinales eliminó a San Lorenzo (cortaría la racha recién 54 años después) en un tercer partido, con polémica por la localía, y en la final a Olimpia. Una herida que nos costó décadas. La Copa Libertadores parecía diseñada para ser soñada pero nunca tocada.
En 2014, la historia comenzó torcida. La fase de grupos fue irregular: clasificamos con uno de los puntajes más bajos entre todos los que pasaron a octavos. En la última fecha, le ganamos 3–0 a Botafogo con goles de Villalba (28′) y Piatti (53′ y 88′), ese 88 como un guiño perfecto para los cabuleros.
En octavos, contra Grêmio, la ida en el Nuevo Gasómetro fue 1–0 con gol de Ángel Correa a los 51′. En la vuelta, en Porto Alegre, aguantamos, fuimos a penales y Torrico atajó todo. El Patón Bauza dio la charla técnica antes de la tanda y se retiró rumbo al vestuario. Un periodista lo frenó y le preguntó por qué se iba. Entonces, con la tranquilidad de quien ya lo veía escrito en la historia, disparó: “¿Para qué? Si ya ganamos.” Esa frase quedó grabada en el inconsciente colectivo cuervo.
En cuartos, contra Cruzeiro, ganamos 1–0 en casa con gol de Gentiletti y empatamos 1–1 en el Mineirão con tanto de Piatti. Así dejamos afuera a los dos mejores equipos brasileños del certamen.
En semifinales contra Bolívar, el 5–0 en casa sentenció la serie. La derrota 1–0 en la altura de La Paz fue anecdótica.
En la final de ida, en Asunción, Mauro Matos puso el 1–0 a los 65′, pero Julio Santa Cruz empató en el 90+3′. Nos volvimos con bronca y fe… El 13 de agosto de 2014, el Nuevo Gasómetro se transformo en un templo. El partido empezó a las 21:15 y terminó a las 23:17. Y ahí llegó el momento que definiría todo.
A la mañana, Néstor Ortigoza había recibido un mensaje de su hermano: “Vas a hacer un gol.” También su papá se lo dijo. En el vestuario, el masajista le preguntó cómo estaba para patear un penal. Y antes de salir a la cancha, Bauza le indicó: “Si hay un penal, lo pateás.”
Se paró recto al arco, apenas pasada la medialuna. Dio un paso largo y tres cortitos, como quien toma impulso para una zancada de atleta olímpico. Levantó la cabeza y, en una fracción de segundo, pensó en todos los penales acertados y en la responsabilidad que cargaba. Guapo, como digno hijo de la tierra guaraní, siguió su marcha con dos pasos largos más y abrió su pie derecho. Golpeó con precisión la pelota hacia el palo izquierdo. El arquero cayó en la trampa y voló al derecho, solo vio pasar el balón. La red del ángulo inferior izquierdo se sacudió. El silencio previo a la tormenta se rompió en algarabía y el estadio explotó como un volcán.
Más tarde, en los medios, Orti declararía: “Traté de esperar y que se mueva el arquero, para que no tenga chances.”
En mi cabeza, mientras aplaudía hasta que me dolieran las manos, resonaban nombres e historias: el sacrificio de Jacobo Urso; el primer campeonato profesional del ’33; el famoso Trío de Oro de Farro, Pontoni y Martino —siempre Martino—; los cañonazos del Vasco Lángara; el Nene Sanfilippo rompiendo redes; la rebeldía de los Carasucias; la perfección táctica de los Matadores del ’68; el talento del Sapito Villar y del Gringo Scotta; la gambeta del Negro Ortiz y las manos firmes de Butticce. Todos, de alguna manera, estaban ahí.
Me acordé de Osvaldo Soriano, que escribió para nosotros aunque escribiera del mundo: “San Lorenzo es un lugar del corazón donde uno siempre vuelve, aunque esté lleno de heridas.” Y de Borges, que aun sin ser futbolero nos definió: “Somos nuestra memoria; ese montón de espejos rotos.” Esa noche, los espejos se unieron en uno solo.
El festejo siguió en San Juan y Boedo, esa esquina eterna. Bajo las luces, entre murales y abrazos interminables, se cantó hasta que la voz se quebró. Dicen que, a las primeras horas de la mañana de Roma, el Papa Francisco, nuestro hincha más universal, sonrió al enterarse del resultado, y que en algún rincón del Vaticano también se escuchó un tímido “¡Vamos, Ciclón!”.
Y, mágicamente, sin importar el credo que tengas, el hechizo se rompió.
Qué felices que fuimos… un tesoro que voy a guardar por siempre en mi corazón.
(Por F. Q.)

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