Hay clubes que se explican por una canción, otros por una foto en sepia, y algunos por una cifra que nadie pudo igualar. San Lorenzo es todo eso al mismo tiempo: una épica que late en Boedo y un repertorio de marcas que, una por una, le dieron forma a su identidad competitiva.
La cronología es conocida pero no pierde filo: la apelación al invicto como declaración de principios, la autoridad de un bicampeón anual, la matemática perfecta de un porcentaje irrepetible, el año volcánico de un goleador que rompió relojes, la aplanadora moderna de 2001 y el aluvión internacional que, por fin, rompió el techo de vidrio. Cada registro tiene su momento y su contexto, y juntos narran algo más grande: la costumbre azulgrana de fijar la vara en lo imposible y, con paciencia de taller, alcanzarla.
El punto de partida de cualquier libro sobre números cuervos es 1968. No sólo porque San Lorenzo fue el primer campeón invicto del profesionalismo en el Metropolitano, sino porque aquel invicto —16 victorias, 8 empates— instaló un tono: jugar con autoridad, sostener la regularidad y coronar el sprint final con firma propia. Ese logro quedó asentado en la Enciclonpedia del club y todavía hoy funciona como un umbral: desde entonces, cada campaña dominante en la Argentina dialoga con la de los Matadores de Tim, que cambiaron para siempre el estándar de excelencia doméstica.
Cuatro años después, San Lorenzo hizo algo aún más raro: ganó los dos torneos del año —Metropolitano y Nacional— y rubricó el segundo de manera invicta. A la proeza le agregó una cifra de laboratorio, 89,63% de puntos en el Nacional 1972, que en los registros del club se sostiene como el techo de efectividad para un campeón en la era profesional. Lo notable de 1972 no es sólo la colección de medallas; es la confirmación de un método: una base formada en casa, continuidad táctica y una ética de juego que combinaba oficio y ambición. Con ese doblete, el Ciclón se convirtió en el primer bicampeón anual del fútbol argentino del profesionalismo, y dejó su nombre asociado para siempre al “invicto multiplicado por dos”.
Hay marcas que pertenecen a los equipos y otras que se llevan en la suela. Héctor Scotta protagonizó en 1975 una de esas que cambian la escala: 60 goles oficiales en una sola temporada, la cifra más alta lograda por un futbolista en el fútbol argentino. El registro está consignado en el apartado de récords del club, y se volvió una piedra de Rosetta para medir eficacia goleadora: todo artillero contemporáneo se compara con ese año en el que la red se volvió un hábito. En la memoria azulgrana, Scotta no es sólo un número; es un modo de entender la audacia, la prueba de que un delantero propio puede llevar el campeonato a su propio terreno, uno donde el tiempo se mide por gritos.
HÉCTOR SCOTTA
SERGIO VILLAR
El cambio de siglo trajo un equipo con precisión geométrica. Clausura 2001: 19 fechas, 47 puntos —récord absoluto de los torneos cortos—, cortesía de 15 victorias más 2 empates y apenas 2 derrotas. Y, como si la regularidad pidiera un renglón extra, ese San Lorenzo hilvanó 13 triunfos consecutivos entre el final del Clausura y el inicio del Apertura, una racha que reescribió el límite del profesionalismo argentino. Todo eso figura en negro sobre blanco en el capítulo de “Récords en la historia” del sitio oficial, no como alarde sino como documentación de una campaña que aún hoy se usa de vara para evaluar máquinas de puntaje. Fue la obra de un grupo joven y voraz que, al mando de un entrenador metódico, unió intensidad y administración del esfuerzo, y dejó, además, a varios futbolistas listos para el siguiente salto.
El salto llegó. 24 de enero de 2002: el Nuevo Gasómetro lleno, la definición por penales frente a Flamengo, y la Copa Mercosur que por primera vez (y última en la historia del torneo) cruzaba la frontera hacia la Argentina. San Lorenzo es el único club argentino que la conquistó; la final de vuelta se disputó en 2002 por el contexto del país a fines de 2001, y la consagración —documentada por el propio club— puso nombre y fecha a una liberación largamente buscada. Esa copa, a veces minimizada por su vida corta, es una pieza simbólica de primera magnitud: cerró una espera de décadas y preparó la vitrina para lo que venía.
Lo que venía era fundacional: Copa Sudamericana 2002, primera edición del torneo y primer campeón con acento azulgrana. La Enciclonpedia lo registra como un hito pionero —“primer equipo en ganar la Copa Sudamericana”— que además encaja con el envión del 2001: un equipo que aprendió a ganar seguido y que, ya curtido, supo administrar la presión internacional con un 4–0 inolvidable en la ida de la final en Medellín, antes de cerrar la serie en casa. Más allá del marcador, el valor de aquella consagración está en la página del libro donde queda escrito el “primero”. No hay manera más clara de mostrar que un club decidió, de una vez, formar parte del mapa grande.
Para entender por qué estas marcas no flotan en el aire conviene mirar los nombres que más tiempo defendieron la camiseta. El ránking oficial de máximas presencias lo encabeza Sergio Villar con 447 partidos, uruguayo de regularidad monástica, debutante en aquel 68 y campeón al llegar. Le siguen Roberto Telch (425), termómetro de varias formaciones; Leandro Romagnoli (376), símbolo transgeneracional; Ángel Zubieta (353), caballero del juego limpio; Alberto Acosta(276) y Rodolfo Fischer (271), dos maneras opuestas de entender el área, más Agustín Irusta (267), Aldo Paredes(265), José Sanfilippo (263), Jorge Olguín (254) y Óscar Passet (246). No es un listado más: es el esqueleto de la historia, los futbolistas que le dieron continuidad al estilo y sostuvieron, fin de semana a fin de semana, la autoridad de esos récords.
La otra cara de la moneda —la que mide la alegría por metro cuadrado— está en los goleadores históricos. Sanfilippo reina con 205 tantos y detrás se ordenan Rinaldo Martino (142), Rodolfo Fischer (141), Héctor Scotta (140), Alberto Acosta (123), Isidro Lángara (110), Diego García (100), Bernardo Romeo (99), Claudio Biaggio (79) y Néstor Gorosito (70). Cada apellido conecta una época con otra: del dribbling elegante a la potencia ruda, del cabezazo a la media vuelta, de la picardía criolla al salto atlético. Esos 205, 142, 141… no son una planilla fría: son el pulso del relato, los goles que se repiten en sobremesas, los que todavía hacen sonreír a quien estuvo en la tribuna.
Y si de ganar se trata, el detalle que mejor monta puente entre generaciones es este: Leandro Romagnoli aparece como el jugador más ganador del profesionalismo, con 6 títulos en su currículum cuervo. La propia ficha institucional lo consigna: Clausura 2001, Mercosur 2001, Sudamericana 2002, Inicial 2013, Libertadores 2014 y Supercopa 2015. En la misma línea de máximos campeones figuran, con 4 consagraciones, Victorio Cocco, Agustín Irusta, Roberto Telch y Sergio Villar. La imagen es potente: un volante creativo que enlaza el siglo de los Matadores con el de las copas, y a su alrededor, los tótems setentistas que levantaron el invicto al rango de costumbre.
ALBERTO “EL BETO” ACOSTA
Miradas juntas, estas placas —invictos, bicampeonato, porcentaje récord, racha de victorias, puntos en torneos cortos, goleadores, presencias, máximos campeones— no arman un museo silencioso: arman una escuela. La escuela de San Lorenzo enseña que el juego puede ser, a la vez, arte y contabilidad, que la emoción se sostiene mejor cuando se apoya en hábitos, que la cantera es un método tanto como una bandera.
El invicto de 1968 abre la puerta al ideal de campaña perfecta; el doblete de 1972 certifica que la excelencia se puede sostener un año entero; la marca de 2001 lleva esa cultura a la velocidad del fútbol moderno y la convierte en una serie de cifras que asombran incluso a quienes las protagonizaron; y el bautismo internacional de 2001–2002 demuestra que aquello que se construye en casa puede traducirse en cualquier idioma del continente
Conviene agregar dos precisiones de historiador para ordenar la vitrina. La primera: cuando el club afirma “primer campeón invicto”, “primer bicampeón anual” o “primer equipo en salir dos veces campeón invicto”, lo hace en referencia explícita a la era profesional; el propio apartado de récords de la Enciclonpedia sitúa esos logros dentro de ese marco y, con eso, evita confusiones con la rica etapa de amateurismo. La segunda: cuando se habla de la Copa Mercosur como hito singular, la fuente oficial subraya que San Lorenzo es el único argentino en ganarla, y además precisa el dato —24/1/2002— que hace a la leyenda un poco más legendaria: la vuelta se jugó al año siguiente, en el Bidegain, y se definió con el penal de Capria y una tanda que todavía retumba. Son detalles, sí, pero en el deporte los detalles son el andamio de la memoria.
La densidad de estos hitos exige hablar también de carácter. La campaña de 2001 suele explicarse con términos modernos —presión tras pérdida, ocupación racional de espacios, eficacia en ambas áreas—, pero debajo de esos conceptos hay algo viejo y noble: continuidad. Trece victorias seguidas no son sólo un récord; son una manera de habitar el calendario, de convertir la semana en una rutina de certezas. Quince triunfos en 19 bajo el formato de torneo corto equivalen a administrar con pulso de cirujano los momentos del partido, a entender que en campeonatos de margen mínimo, cada indecisión cuesta y cada concentración prolongada paga peaje. Cuarenta y siete puntos en ese marco no dictan una sentencia sobre la belleza; dictan, más bien, una sobre la eficacia: el arte de ganar muchas veces.
LOS VASCOS: ZUBIETA Y LÁNGARA
DIEGO GARCÍA
A la luz de las presencias y los goles, esas campañas ganan textura. Villar, con sus 447, atraviesa eras y les da continuidad; Telch, con 425, es la voz en off de varias películas distintas; Sanfilippo, con 205, enseña que un club grande se mide por quiénes fueron sus “hombres-gol”; Scotta, con 60 en un año, marca el cenit individual que todavía desafía a los modernos; Romagnoli, con 6 títulos, pone rostro a la idea de puente generacional; Zubieta, con 353, recuerda que la nobleza también es una estadística. La suma de esos nombres permite leer los récords de otra manera: no como fenómenos aislados, sino como consecuencias naturales de una cultura que sabe producir, sostener, creer
En los clubes grandes, la historia no es una foto fija: es una promesa de futuro. Los números azules y rojos del pasado no están para decorar; están para enseñar. Enseñan que la regularidad no es enemiga del romanticismo; que la cantera —esa vieja fábrica de laterales, volantes y nueves— es una ventaja competitiva real; que en el fútbol argentino los márgenes son tan pequeños que imponer una racha o un porcentaje excepcional equivale a dejar una marca en el campeonato mismo.
Enseñan, también, que cuando una institución se toma en serio su archivo y lo ordena —como en la Enciclonpedia—, no sólo se mira al espejo; se da herramientas para pensar mejor el mañana. En nombres propios y en cifras, San Lorenzo aprendió a narrarse con rigor: saber qué hizo, cuándo, cómo y contra quién es la base para volver a hacerlo.
Si esta crónica eligiera una última imagen para cerrar, sería doble: de un lado, el pizarrón de 1968 con la palabra “invicto” escrita con tiza gruesa; del otro, la foto de 2002 con la Copa Sudamericana elevada, primer renglón de una lista que el club inauguró con firma propia.
Entre ambos extremos, los números hacen su trabajo silencioso: invictos que definen una identidad, bicampeonatos que aseguran continuidad, porcentajes que coronan la eficacia, rachas que desafían la estadística, puntos que marcan el ritmo de una era, goleadores que se vuelven leyenda, presencias que hacen de la fidelidad un valor y títulos que se acumulan en los estantes correctos.
Nada de esto sucede por accidente. Sucede porque, una y otra vez, San Lorenzo eligió medirse con lo más alto. Y porque, una y otra vez, cuando el listón parecía inalcanzable, el Ciclón llegó y lo movió un poquito más arriba.
EL TRÍO DE ORO: FARRO, PONTONI Y MARTINO
“EL NENE” SANFILIPO