A comienzos del siglo XX, cuando Boedo era apenas un barrio en formación y las calles de tierra eran el escenario de épicas batallas futboleras, había un personaje entrañable que iluminaba las noches con su farol y encendía la pasión azulgrana en el corazón de los pibes: Domingo Jorge Vaccaro, más conocido como “Mingo el Farolero”.

No podía jugar —las crónicas del club recuerdan su asma—, y en una casa donde el fútbol no gozaba de simpatía, el destino le impuso distancia de la pelota; pero Mingo eligió otra manera de estar adentro: fue testigo fiel, hincha absoluto, presencia constante en los potreros y luego en el primer estadio, hasta ganarse para siempre el título de “primer hincha de San Lorenzo”.
En aquellas cuadras de México y Treinta y Tres, con Quintino Bocayuva y Agrelo como marco, la escena se repite en la memoria colectiva: los pibes revisando si la redonda sobrevivía otro picado, inflándola a pulmón, sorprendidos por un vigilante que los confunde y se los lleva; la correría de Maltagliatti para avisar a las familias; la madre de Xarau llorando en la seccional; el comisario comprendiendo el malentendido al ver la boleta de compra y dejándolos en libertad.
Era 1907, tiempo de escasez, cuando una pelota era un lujo y casi todo se improvisaba. Por eso quedó como un gesto fundador aquel regalo de Mingo: tomar la cámara de un punching-ball, transformarla en pelota y obsequiársela a Luis Gianella, uno de los muchachos que dieron forma al sueño que pronto llevaría nombre y camiseta: San Lorenzo de Almagro. Con ese balón remendado siguieron jugando y soñando, encendiendo una identidad que se hizo barrio, club y epopeya.
La vida de Mingo, humilde y luminosa, se apagó pronto, y su ausencia dolió como derrota en la última jugada. Pero el pueblo azulgrana no lo dejó a la intemperie del olvido: la revista del club impulsó el homenaje y, con aporte de socios, simpatizantes, futbolistas y dirigentes, se levantó un mausoleo en el Cementerio de la Chacarita —el viejo Cementerio del Oeste—, donde descansan sus restos y donde cada tanto, en silencio, alguien le deja un gracias. Porque para Mingo no había fiesta más grande que la del domingo azulgrana, ni alegría más pura que el gol propio, ni pena más honda que la caída; fue, en esencia, el símbolo del sentimiento cuervo en estado original, ese fervor que no necesita botines para jugar su partido. Y así, entre farolas encendidas y potreros de tierra, su historia sigue alumbrando Boedo: como esas luces que Mingo prendía al caer la tarde, la fidelidad del primer hincha todavía nos guía camino de vuelta a Avenida la Plata 1700.
(Por F.Q.)